LOS HOMBRES DE NEGRO
Por Manzur Bustillo
Manzur Bustillo 1957 |
Conté a Jaime una historia de mi juventud en la que fui capturado por las autoridades vistiendo un uniforme rigurosamente negro, de pies a cabeza. A él le pareció gracioso el caso y me ha instado a escribirlo. Ahí va:
Cuando estudiaba mi bachillerato vendían unas novelas cuyo personaje era un súper-héroe denominado “La Sombra”. Me encantaba leerlas y para hacerlo en las horas de estudio, las escondía en el libro más grande, el de geografía. El “pasante” que así se llamaba al hermano jesuita que cuidaba las horas de estudio, estaba muy impresionado por mi afición a la geografía y me aconsejaba dedicar también algún tiempo a las otras materias. Sin embargo, “La Sombra” tenía mayor poder de convicción que el pasante y como resultado debo confesar que soy un ignorante de la geografía. Cada vez que nombran algún sitio raro del planeta debo buscar el atlas o el mapamundi. Las otras materias se salvaron porque yo ponía mucha atención en la clase.
La Sombra era un personaje del bien y la justicia que actuaba en las noches protegido por la oscuridad y mimetizado bajo un traje negro y un sombrero negro con alas muy anchas que proyectaba una sombra adicional sobre su rostro. Solamente se destacaba en la oscuridad un maravilloso anillo con una grande y preciosa piedra que fulguraba en uno de sus dedos. Pobre del malhechor que recibiera un puñetazo de "La Sombra" con su fuerza extraordinaria y su precioso anillo. . .Pero bueno, no voy a contar ahora ninguna de las impresionantes aventuras de “La Sombra” que tanto estimularon mi juvenil imaginación. He contado esto para que pueda verse que el uniforme negro con que me encontraron las autoridades escondido en la choza de la limosnera no fue invento mío en su totalidad.
Claro que si fue idea mía teñir de negro los blue jeans y el casco de explorador de safari. Las botas Croydon negras fueron impuestas por la necesidad de transitar en la noche por el bosque húmedo y el saco negro la había quedado a mi suegra después de un luto por la prematura muerte de su segundo esposo. Mi compañero de aventuras, Roncancio, se vio obligado a vestirse igual pero en cambio de saco negro utilizaba un gabán igual al que usaban los oficiales nazis cuando eran los malos de las películas, pero que cuidadosamente habíamos teñido de negro.
Creo que olvidé contar algo. Estaba allí tratando de encontrar un tesoro. Mejor dicho, el tesoro ya lo habíamos localizado, lo que faltaba era sacarlo. Mejor, les cuento desde el principio:
Tenía yo dieciocho años, estaba católicamente casado con Doña Marina hacia un año y medio y un bebé con poderosos pulmones había alegrado mi hogar unos meses antes. Quedé sin trabajo y como hombre recursivo recordé que mi suegra era socia de un hotel en una deliciosa población de tierra caliente llamada Utica. Vendí algunos muebles y enseres del hogar, entregué la casa que tenía alquilada en Fontibón y en posesión de $100 pesos viajé hacia el “hotel suegra”. Para no ser muy pesado, a los pocos días tomé en arriendo una casa muy amplia que valía $15 mensuales y me independicé, aunque no de la deliciosa comida criolla del hotel.
Por esos días, (hablamos de l.953), unos ciudadanos españoles visitaban la localidad y trataban de ubicar una persona seria y respetable que pudiera orientarlos para una importante misión que traían entre manos. Acudieron en primera instancia al cura, el Padre Cipriano quien recomendó al médico, el Dr. Albornoz como la persona apropiada, Él los orientó y ayudó pero parece que los españoles no encontraron lo que querían porque al cabo de un mes, se marcharon.
Una anciana limosnera a quien mi suegra invitaba por caridad a tomar chocolate en las tardes, le contó que los extranjeros estaban buscando una “guaca” que así se les dice a los tesoros enterrados. Ellos habían estado con el médico cerca de la choza donde vivía la viejecita y recorrieron palmo a palmo esa zona pero no encontraron lo que buscaban, a pesar de que consultaban continuamente un mapa..
ANTONIO JOSÉ AMAR Y BORBÓN |
Como el asunto ya era conocido, le comentamos al médico que también era amigo de mi suegra y nos contó que se trataba nada menos que de los descendientes del virrey Amar y Borbón, el último de los mandatarios españoles quien cuando huía se vio obligado a enterrar el fabuloso tesoro que obtuvo durante su mandato, en un lugar de la ruta de escape. El virrey estaba seguro de que regresaría en breve con refuerzos para sofocar la rebelión.
A pesar del mapa de localización del tesoro que traían los descendientes del virrey, no les fue posible encontrar el sitio exacto porque todos los puntos de referencia que mostraba el dibujo habían desaparecido. Una casa grande situada a la orilla del camino, donde supuestamente el virrey pasó la noche, se había desplomado. El camino se había transformado en línea de ferrocarril y los árboles habían sido eliminados. Habían conseguido ubicar el sitio aproximado, por la distancia entre poblaciones pero les había sido imposible hallar el lugar exacto que indicaba el plano. Decepcionados se vieron obligados a regresar a su patria.
La limosnera contó a mi suegra que ella conocía el sitio exacto donde estaba enterrado el tesoro. Había visto, en algunas noches de total oscuridad, un lugar en el monte, donde una luz salía de la tierra y alumbraba con llamaradas azulosas. Ella había señalado el lugar arrojando cenizas de carbón sobre la tierra y sembrado allí dos matas de lirio.
Mi suegra, era una mujer muy entusiasta y “echada pa’lante” y resolvimos ganarnos la confianza de la limosnera para que nos mostrara el sitio del tesoro. Después de mucho chocolate y otras atenciones especiales, la viejita convino en indicarnos el lugar. Ella no había encontrado otras personas tan buenas que pudieran ayudarle a “sacar el santuario”. No podía hacerlo sola y las vecindades del lugar que ya conocían la historia del tesoro podían llegar hasta asesinarla si descubrían que sabía donde estaba o intentaba sacarlo. Así que la limosnera y nosotros convinimos en ser socios para buscar y sacar el tesoro, para ello, nos necesitábamos mutuamente.
Preparamos un encuentro con Sagrario (así llamaba la viejecita) cerca del lugar que nos interesaba, procurando que nadie fuera a sospechar nuestras intenciones. Para eso, un grupo de familiares, con muy definido aspecto de turistas fue de paseo por la campiña y como quien no quiere la cosa nos encontramos con Sagrario en un lugar convenido. Allí, ella nos señaló el lugar donde supuestamente había visto “arder el entierro”.
El lugar era muy difícil para realizar cualquier actividad sin ser vistos. Quedaba en la zona reservada por el ferrocarril, a un lado de la vía férrea. Estaba cubierto por bosque pero varias casitas campesinas rodeaban el sitio, a cierta distancia, aunque no lo suficiente para que no pudieran ver cualquier movimiento extraño allí.
El tesoro era muy atractivo, probablemente el más grande que uno pudiera imaginar. El virrey llevaba lo propio y lo que correspondía al Rey de España como tributo.
¡ Imaginaos !
Una oportunidad así solo se nos presenta una vez en la vida y únicamente a algunos privilegiados. No se podía dejar pasar algo así. ¡El Destino me había señalado ese camino desde que se terminó mi trabajo, en el momento preciso en que me envío a ese pueblito y pude encontrar ese banquete servido! Pero, cómo llevar a cabo la misión imposible, si se corría peligro de muerte en caso de ser descubiertos en posesión de tan exuberante tesoro. Además, las leyes del país dicen que todo lo que se encuentre en el subsuelo pertenece al estado. El lugar no era una propiedad privada, lo que hubiera facilitado construir una choza o algo que disimulara el trabajo de excavación que debía ser realizado.
Pero para un hombre como yo, con ingenio natural para solucionar todas las situaciones, eso no era problema. “La Sombra” debía entrar en acción. Era la misión exacta para La Sombra. Pero no podía hacerlo solo. La Sombra que conocí en mi infancia lo hacía todo solo. Yo necesitaba otra sombra, un colaborador. Ahí entra Roncancio.
Se necesitaba confirmar de una manera más confiable que el tesoro estaba allí. Había dos formas de hacerlo. La primera, un sistema primitivo que consistía en una rama de árbol en forma de horqueta que se tomaba por sus dos extremos y en la punta delantera se instalaba un frasco pequeño con azogue (mercurio) colgando de un cordel. Cuando pasaba el frasquito sobre el tesoro, la vara era halada levemente hacia abajo. La otra forma era utilizando un detector de metales. El detector es un aparato electrónico que consta de un transmisor de radio y un receptor. El trasmisor envía una señal hacia la tierra y cuando esta señal encuentra algún metal, es reflejada hacia arriba y captada por el receptor. Unos audífonos producen un pito cuya intensidad es mas fuerte en la medida que está más cercano el metal que se ha encontrado. Estos aparatos eran muy escasos en esa época pero yo recordé que Roncancio había reparado uno de ellos en su taller de electrónica.
Lo invité a participar en la búsqueda del tesoro y coincidió conmigo en que era la oportunidad de nuestra vida para asegurar un extraordinario futuro. Así que consiguió el detector y una noche, después de las once, cuando todo duerme, dos sombras imperceptibles hicieron las pruebas de rigor en el lugar indicado por la limosnera y !oh, sorpresa! Todo señalaba que el sitio era exacto. Encontramos la ceniza, las dos matas de lirio, la horqueta se movió y el detector pitó al máximo.
Emocionados y seguros de no haber sido vistos, dejamos los vestidos negros en la choza de la viejecita y regresamos a Utica a pie, lo que tardaba unas dos horas. Se necesitaba ahora planificar cómo íbamos a sacar de allí el tesoro.
Era necesario hacer una excavación el sitio señalado. Debíamos excavar entre las 11 de la noche y las 2 de la madrugada. A las dos se debería hacer una revisión para que no quedaran huellas de nuestro trabajo y cubrir el hueco que se hubiera hecho con palos y ramas para que nada se notara. Como no podíamos hacer todas las noches una caminata doble de dos horas, era necesario establecer un cuartel general lo más cerca posible al sitio del tesoro. El lugar apropiado era la choza de la limosnera pero nadie debía vernos llegar ni salir, así que estábamos obligados a pasar todo el día encerrados allí, salir a la noche, excavar y regresar en la madrugada, todos los días hasta que el éxito coronara nuestros esfuerzos.
La primera noche, removimos la ceniza que había arrojado la viejita, arrancamos las matas de lirio y más o menos habíamos excavado un metro de profundidad cuando encontramos tres piedras redondas alargadas que en el campo se llaman “manos de moler”. Estaban colocadas en hilera, como a treinta centímetros una de la otra. Este hallazgo nos confirmó que estábamos en el sitio preciso. Pero, además, había otra indicación: la tierra en un área más o menos de 3 x 2 mts. era diferente de la que rodeaba la excavación. Era muy claro que la tierra en ese sitio era más blanda y que la otra era firme y de otro color. Después de encontrar las piedras de moler maíz, nuestro corazón empezó a palpitar con mucha intensidad y resolvimos dejar ahí la cosa por esa noche.
Antes de iniciar el trabajo nocturno, debíamos armar una carpa con lona negra para cubrir el sitio y evitar que se viera la luz de la linterna que de cuando en cuando teníamos que encender para ver los detalles.
Roncancio esparcía agua bendita en el lugar para erradicar las ánimas benditas que pudieran tener relación con el entierro. Esta ceremonia era imprescindible porque el alma de quien entierra un tesoro siempre está allí, vigilante. Probablemente el alma del Virrey no quiso entregar el tesoro a sus descendientes porque eran muy ambiciosos. Si nosotros no éramos ambiciosos nos lo entregaría con más gusto, decía Ronca. Había que rezar por el alma del Virrey.
Creo que nosotros, “Las Sombras”, somos los únicos criollos plebeyos que han rezado por un Virrey Español. Por eso, el virrey nos premiaría con abundantes riquezas para el resto de nuestras vidas.
Después de la excavación todavía había mucho trabajo por hacer. Toda la tierra extraída tenía que ser arrojada por un despeñadero que quedaba sobre el río. Olvidé contar antes, que el Río Negro pasaba dando una gran curva, a unos treinta metros del lugar pero también otros treinta metros abajo del nivel que tenía nuestra excavación. Este recodo del Río Negro estaba indicado en el mapa que traían los herederos del Virrey pero no fue suficiente para ubicar el sitio con exactitud. Ese despeñadero fue muy útil para nosotros porque pudimos deshacernos de toda la tierra, sin dejar huellas.
Cualquiera pensaría que pasar el día encerrados en la choza de la viejita sería un aburrido. Pero no. Llegábamos tan cansados que dormíamos hasta tarde y el resto del día nos ocupábamos dejando volar la imaginación y haciendo planes de lo que haríamos con tantas riquezas. Nadie, por mucho que haya tenido, ha sido tan rico, tan opulento como fuimos nosotros en ese miserable rancho de la limosnera. El único detalle difícil era el humo. Porque que ella cocinaba dentro la habitación, la que era totalmente cerrada. El humo, al principio era insoportable. Sabíamos que el CO2 podría intoxicarnos, pero luego comprendimos que no se debe creer todo lo que dicen los libros. Si esto fuera cierto, la viejita habría muerto intoxicada mucho tiempo atrás.
El ranchito de la anciana estaba construido con tejas metálicas onduladas que formaban las paredes, el techo era del mismo material, pero tenía tantos agujeros por todas partes, que el humo salía finalmente. Los vecinos estaban acostumbrados a ver esto y no les preocupaba en lo más mínimo. En el día, esa encantadora casita se convertía en un verdadero horno.
Había ratas de campo que de vez en cuando pasaban por encima de nosotros cuando estábamos durmiendo. Lo supe porque una vez desperté con la cola de uno de esos bichos en mi boca. Pero nada de eso nos afectaba porque éramos tan ricos, tan enormemente ricos que estos pequeños detalles eran totalmente insignificantes.
¿Puedes tu evaluar el tesoro de un Virrey?. Consistiría en tunjos de oro, morrocotas, esmeraldas. Copas, jarrones de oro, cubiertos de plata de Ley 900 y bueno. . . . . el oro, probablemente de 22 quilates. ¿Cómo íbamos a transportarlo, como íbamos a esconderlo? ¿A quién vender, poco a poco, esas joyas sin despertar sospechas? -Era mucho lo que debíamos planificar para el futuro.
Pero lo mejor, ¿cómo íbamos a gastar esa fortuna, a quien ayudaríamos? -¿Seríamos presuntuosos o sencillos? - Roncancio y yo, las “sombras de la noche” teníamos una ardua tarea y una tremenda responsabilidad social. Ser multimillonario no es tan fácil como parece, claro, si uno quiere hacer bien las cosas.
Debíamos hablar muy quedo, reír en silencio y guardar las necesidades fisiológicas para la noche. No creáis que es tan sencillo. Tanto esfuerzo nos hacía más que merecedores a disfrutar del tesoro. El Virrey podía estar orgulloso de nosotros. El futuro de nuestra patria, de nuestras familias y de nuestros descendientes iba a ser maravilloso.
La siguiente noche nos fue mejor. Llenábamos un balde con tierra y por turnos, uno excavaba y el otro botaba la tierra. Hicimos otro metro de hueco. La tercera noche fue más difícil porque necesitábamos sacar el balde con sogas. En la cuarta noche encontramos una enorme piedra que cubría casi todo el tamaño del hoyo. Esta piedra parecía haber sido trabajada porque era plana y rectangular. Era muy pesada y no encontramos manera de moverla. El hueco tenía entonces casi cuatro metros de profundidad. Resolvimos tapar muy bien y regresar a Utica para conseguir elementos que nos permitieran romper o mover la piedra.
Cuando estábamos listos para partir escuchamos que los animales de las fincas cercanas producían toda clase de lamentos. Las vacas, los caballos, los perros, los gallos, en fin todos los animales aullaban en una especie de lamento que nunca habíamos escuchado y creo que poca gente ha oído. Roncancio no podía hablar porque quedó como petrificado y después me dijo que la lengua se le creció en la boca. Yo sentí que los pelos se me ponían de punta y la piel “arrozuda”. Un miedo “pánico” que yo desconocía nos invadió. Unos caballos pasaron desbocados por la carrilera del tren y desaparecieron. Roncancio me explico después que las ánimas estaban disgustadas porque habíamos destapamos el entierro. Se le había acabado el agua bendita y ese día estábamos desprotegidos.
Así que dejamos las ropas negras en nuestro cuartel general y nos encaminamos a la civilización a dar parte a nuestros patrocinadores del avance de la expedición.
El asunto se ponía peliagudo. No podíamos emplear pólvora para romper la piedra. No podíamos sacarla porque era muy pesada, necesitaríamos más gente y un equipo que no nos convenía instalar. Así que lo más fácil parecía hacer un túnel horizontal para correrla y destapar el tesoro que seguramente se encontraba bajo la piedra. Empujarla con nuestras fuerzas no daría resultados, así que necesitaríamos varios gatos hidráulicos de los que se utilizan para cambiar llantas en los camiones. La empujaríamos poco a poco hacia el túnel hasta destapar el tesoro. No teníamos los gatos hidráulicos, ni el dinero para conseguirlos, así que nos vimos obligados a invitar otro socio a participar en la búsqueda. La madrina de mi esposa, Kika, tenía un amigo que nos conseguiría los gatos si le participábamos del tesoro sin tener que ir a excavar. Nos pareció bien y obtuvimos el equipo.
Esta vez preparamos mejor las cosas. Hicimos una bebida para tomar en la noche durante el trabajo. Se llama “guarapo” y se prepara con cáscaras de piña entre agua de panela. Con los días no se daña sino que va convirtiéndose lentamente en alcohol hasta llegar a ser un verdadero “champán”.
Llevamos guarapo, agua bendita, los gatos, pilas de repuesto para la linterna y mucho entusiasmo para la siguiente etapa que sería la definitiva. Habíamos encontrado la solución a un problema insoluble y estábamos muy orgullosos y satisfechos con nosotros mismos. ¿A quién se le hubiera ocurrido algo tan sencillo y tan práctico? Solamente a “La Sombra”.
A Ronca no le había pasado del todo el susto de la última noche. Tuve que darle mucho ánimo y recordarle los planes que teníamos para que continuara con el proyecto. Yo le aseguré que las ánimas ya debían haberse ido y que con el agua bendita no tendríamos ningún problema.
Esa noche fuimos tarde a la casa de la anciana y demoramos más que otras veces en llegar al sitio, destapar el hoyo, poner la carpa, bajar los cuatro gatos de cinco toneladas cada uno que son algo pesados y descender al fondo del hueco. Cuando encendimos la linterna encontramos un conejo blanco muerto sobre la piedra. Nuestro hueco se había convertido en una trampa. Roncancio tomo esto como un mal presagio y dijo que esa noche no debíamos trabajar. Era suficiente lo que habíamos hecho y “no había que torear las ánimas”. Entonces dejamos allí los gatos, en el fondo del pozo, arrojamos el cadáver del conejo al río y dejamos todo como antes.
Regresamos a la choza tan cansados que nos acostamos a dormir, en el piso, como siempre, completamente vestidos, con nuestros uniformes negros. La noche siguiente sería la decisiva.
Nos despertó unas dos horas después un batallón de policías con uniforme camuflado que nos apuntaba con sus fusiles. Tenían bayoneta calada y con la punta de una de ellas chuzaron a Ronca. El me llamó y yo no entendía lo que pasaba ni me podía despertar del todo. ¡Al fin cayeron! Comentaban entre ellos.
-A estos ya los había visto- decía otro. Entonces que, ¿los pelamos? -Decía otro, con ánimo de meternos miedo.
¿Qué pasa? Pregunte yo medio dormido.- Eso pregunto yo, mono hijue ...., dijo manda más.
Bueno, vámonos respetando dijo Ronca y recibió un empujón. -¡Andando! Dijo el que llevaba la voz de mando. La viejita estaba también encañonada y lloraba como una magdalena. ¡La vieja aparte! Decía el sargentón, ¡No la dejen juntar con ellos hasta que cante!
Las dos horas caminando por la carrilera del tren hasta Utica, me parecieron eternas. Yo les explicaba que estábamos pescando y que la anciana nos había dado posada y que ella no nos conocía antes, que le íbamos a pagar la noche, etc. El sargentón me mandó callar pero ya la viejita había oído que era lo que yo quería. Roncancio también entendió.
-Si claro, pescando en uniforme de chusmeros. Ya me comí el cuento. Y a qué horas iban a pescar, ¿a medio día? -Nos estaba cogiendo el sueño, expliqué. ¡Que se calle le dije!, me gritó el sargentón.
Llegamos a Utica y la gente se agolpaba a nuestro alrededor haciendo toda clase de comentarios. Hasta el cura cuando vio pasar a Roncancio dijo: “Hasta el que viene por agua bendita ¡quién iba a creer!”
Alguien que parecía el más entendido comentó “esos uniformes son rusos”. Y todos aprobaron. “Si claro” Rusos.
Debo aclarar que después del asesinado del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de l.948, el gobierno de Colombia había roto relaciones con la Unión Soviética. De alguna forma les endilgaron la culpa del “Bogotazo” y hacían creer a la gente que el país corría peligro si los rusos seguían dentro. Por tanto, expulsaron a los rusos y en la mentalidad popular, ellos asumieron el papel de malos que habían tenido los alemanes después de la segunda guerra. Ser liberal ya era malo para las autoridades. A los guerrilleros liberales se les llamaba “chusmeros”. Pero mucho peor era ser comunista y todavía más grave, ruso.
Era una acusación muy peligrosa. Era como pertenecer al más alto escalafón entre los enemigos del estado. Nos consignaron en la cárcel, en distintas celdas, incomunicados.
A Roncancio lo sacaron con su uniforme y lo colocaron en un lugar prominente de la plaza principal para
que pudiera ser visto por la comunidad y se apreciara la astucia y el valor que tuvieron que desplegar las fuerzas del orden para capturar tan peligroso individuo. Mi uniforme no era tan llamativo como el de Ronca porque definitivamente el gabán nazi teñido de negro y el casco de explorador también negro, que usaba mi socio, superaban la imaginación de cualquier productor de películas de misterio. Así que me escape de ser exhibido como animal raro.
Mi esposa que solamente tenía entonces dieciséis años, lloraba a moco tendido y con mi suegra fueron a hablar con el párroco para que intercediera. “Ud. los conoce padre, no permita que les hagan daño” clamaba mi suegra. El cura contestó secamente: “Ellos son comunistas y nosotros tenemos que sanear este pueblo”.
Fueron entonces donde el alcalde. “Ellos son muy de buenas en estar contando el cuento. Uds. saben que la policía tiene orden de matar porque los miren feo” fue la respuesta del alcalde a las súplicas de mi esposa.
La policía continuó entonces con una exhaustiva investigación en torno a los hechos. Necesitaban aportar pruebas, a pesar de que los uniformes negros ya constituían una demostración definitiva de nuestras malignas intenciones. En ese momento comprendí que el negro es el símbolo atávico del mal. En la oscuridad de la noche, pasábamos inadvertidos, pero a pleno rayo del sol, en un clima de los más cálidos del país, Roncancio, con su uniforme nazi rigurosamente negro, se destacaba de una manera impresionante. Estaba cansado, asoleado, deprimido, con la cara roja por el calor. Toda la apariencia de un culpable.
En días anteriores cuando nos enviaron los gatos hidráulicos, quien los trajo fue un amigo de la familia, de apellido Vega. Un hombre rubio, de ojos azules que se ponía muy rojo con el calor. Adquiría un aspecto de extranjero nórdico. Por molestarlo le decíamos Sr. Vegoski. Alguien que oyó esto, lo aportó como prueba a la investigación. Ese testimonio era muy comprometedor. Un ruso que nos servía de enlace nos había visitado para darnos instrucciones.
En la choza de la limosnera encontraron otra prueba. Una botella que contenía un extraño líquido que al agitarlo mostraba fragmentos de diversos colores. Algo así como un caleidoscopio acuoso.
Revisando mi casa, encontraron unas botellas con tapones de corcho. Al tocarlas los policías con la punta de sus botas, los corchos eran expulsados produciendo una explosión. Bombas Molotov. Encontraron también un radio-trasmisor ultramoderno, un aparato que todavía no conocían ni los más adelantados en materia de tecnología. Con este elemento establecíamos comunicación con nuestros comandos rusos.
Encontraron también la copia de un telegrama fechado en días anteriores, en el cual mi esposa solicitaba a Kika, su madrina, el envío de una leche en polvo llamada SMA, para los teteros del niño. El texto del mensaje era el siguiente: “Úrgenos envíes SMA”.
Pero lo más comprometedor fue el helicóptero. En esa época no se conocía el helicóptero en Colombia. Era algo así como los platillos voladores. Todo el mundo ha oído de ellos, pero verlos es otra cosa.
Pues bien, para nuestra perdición, acertó a pasar por ese lugar un helicóptero, el día segundo de nuestro cautiverio. Era obvio que nuestros camaradas rusos estaban buscándonos o querían intimidar a las autoridades con ese artefacto ultramoderno.
Se tomaron especiales precauciones para evitar que nuestros camaradas intentaran un rescate nocturno.
El tercer día de cautiverio fuimos llevados a rendir indagatoria. A pesar de que todos los indicios nos señalaban como individuos fusilables, la justicia quería darnos oportunidades de defensa.
El alcalde estaba sentado frente a su escritorio, donde había depositado todas las pruebas.
Decidieron empezar por mí. Era un joven de solo dieciocho años y seguramente me dejaría intimidar fácilmente.
“Jura decir la verdad y toda la verdad” dijo el alcalde en tono solemne. Juré. Hubiera jurado cualquier cosa.
“¿Qué es esto?” Y señaló la botella caleidoscópica.
- Agua Bendita, contesté.
“¿Cree que soy un imbécil?” Preguntó el alcalde muy enojado. Yo estaba tan asustado que olvidando que actuaba bajo la gravedad del juramento preferí decir:
No, claro que no, señor Alcalde, lo que pasa es que le pusimos un tapón hecho con los monitos del periódico del domingo y cayó el papel dentro del agua. Por eso se ve así. Si Ud. quiere yo la pruebo, para que se convenza.
- “Ese truco no me lo va a hacer aquí” exclamó el alcalde haciendo cara de persona astuta.
- “Y esta clave ¿Qué significa? Mostraba el telegrama cifrado.
- Es una marca de leche para bebés, le dije. Si no me cree, pregunte en la Droguería.
El alcalde, en un gesto de persona condescendiente y justa, envió a un policía a preguntar al boticario si conocía esa marca de leche.
“Y ahora qué me dice de esto” pregunto con aire de triunfo, señalando el radio-trasmisor.
- Es un radio miniatura, el último avance de la tecnología, dije.
Los radios eran grandes, los más pequeños tenían el tamaño de un horno microondas de la actualidad. Todos tenían interiormente bombillas o tubos del tamaño de un vaso, más o menos. Mi radio ya utilizaba tubos pequeños que permitían que no fuera más grande que una caja de galletas de soda. Pero tenía algo muy especial: antena telescópica. Una antena plateada y plegable, era inconcebible para un simple radio. Necesariamente tenía que ser un trasmisor.
En esas llegó el policía con la información de que el boticario desconocía la marca de leche a la que se refería el telegrama. Eso me consumió.
“Por lo visto Ud. no respeta los juramentos”, dijo el alcalde. El sargento de la policía le recordó que los comunistas no creen en Dios y eso fue la gota que rebozó la copa.
- “No estoy dispuesto a escuchar más mentiras, ¡llévenselos!”, dijo a los policías.
Roncancio estaba asustadísimo y sintió un descanso cuando vio que escapaba al interrogatorio pero el alcalde lo detuvo y dijo: “Este debe ser el que prepara los cocteles Molotov”.
Sobre el escritorio tenía una de las botellas con “guarapo”.
- “Es guarapo pasado de tiempo, explicó Ronca. Y queriendo repetir lo que yo había dicho pero mejorado le dijo: “Pruébelo y se convence, señor Alcalde”.
-
Ya fue demasiado. El alcalde creyó que se trataba de una estratagema para eliminarlo y sin decir nada hizo un ademán al sargento para que nos sacara de allí.
Nos condujeron esta vez a los dos a la misma celda. Ya no era necesario que estuviéramos incomunicados.
Las celdas eran horribles. El calor insoportable, el piso era de cemento y por en el centro había una zanja o caño que atravesaba todas las celdas y donde debíamos depositar los residuos orgánicos líquidos y sólidos. De cuando en cuando, una vez al día, corría agua por allí, llevándose los excrementos. No había mucha agua de modo que a la última celda podía quedarle acumulado lo de las anteriores. Era un sistema automático genial, ideado seguramente por el genial alcalde para no tener que utilizar personas en el aseo. En las celdas había moscas y zancudos armados de potentes jeringuillas hipodérmicas que nos obligaban a permanecer con nuestros uniformes rusos a toda hora. No se había permitido a mis familiares visitarnos. El curso que hiciéramos previamente en la choza de la limosnera, nos ayudó mucho para resistir esa situación.
Mi suegra nos llevaba comida en un porta comidas que era revisado cuidadosamente antes de que pudiéramos recibirlo. Como la guardia había sido duplicada después que pasó el helicóptero, nos permitieron salir al patio interior a comer. Descubrimos que una de las paredes era contigua al patio de las mujeres donde estaba Sagrario. Había un orificio en la pared y podíamos vernos e intercambiar mensajes. Tal vez se trataba de una estratagema para pillarnos algún papel o algo así. Tuvimos mucho cuidado con lo que hablábamos. Nos enteramos por Sagrario que la cosa estaba muy grave. A la viejita la interrogaron pero no le pudieron sacar nada distinto de lo que me oyó decir cuando veníamos por la carrilera del tren. Dijo que nos había conocido alguna vez porque le hacíamos caridad y por eso nos había permitido posar en su casa mientras llegaba la hora de recoger las tarrayas. (La tarraya o atarraya es la red de pescar que presuntamente nosotros habíamos instalado en algún lugar del río). No le pudieron sacar más información o confesión, a pesar de que le dijeron que los pocos años que le quedaban de vida no le iban a alcanzar para pagar la pena que le caería por ayudar guerrilleros comunistas.
La viejita lloraba y decía que era el castigo de Dios por lo que estaba haciendo. (Se refería a lo del tesoro, aunque evitó nombrarlo). Nos contó que los vecinos de la región donde ella vivía habían puesto denuncias contra nosotros por robo de distintas cosas, un candado, unas gallinas, etc. Había cerca de diez denuncias por robos menores. Así que estábamos consumidos.
Era una época en que la gente simplemente desaparecía. Se decía que la policía mataba los presos y les arrojaba al río y otras muchas barbaridades. Por supuesto, mi esposa y mi suegra sufrieron mucho más que nosotros.
Roncancio me dijo que él supo que algo iba a salir mal desde que encontramos el conejo muerto en el fondo del agujero. Me convenció que lo único que nos salvaba era un milagro. Debíamos rezar. Era la única esperanza.
Me parecía terrible pasar el resto de mis días en esa horrible celda, y vestido de negro por sécula seculorum. Aunque Ronca decía que nos trasladarían a otra cárcel peor o nos. . . . , bueno, estaba pesimista. Entonces resolví rezar y con toda devoción le pedí a Dios un milagro.
Estando en esas, comencé a oír ruido de cadenas y candados y puertas y he aquí que apareció el sargentón todo risueño y amable y nos dijo que podíamos salir, que estábamos libres.
Nos dio un miedo terrible, peor que en los peores momentos porque esa sonrisita del sargentón no presagiaba nada bueno. Aterrados, le dijimos que no, que estábamos bien, que nos dejara allí, que la habíamos pasado excelente y él estuvo muy sorprendido. Me dijo entonces que mi familia estaba esperando afuera, que me asomara a la puerta. Me asomé cautelosamente y vi a mi esposa con mi hijito en sus brazos y con cara de felicidad. Salí corriendo y los abracé pero aún no comprendía qué había sucedido. Mientras caminábamos hacia la casa escuché el altavoz del cura que decía que se había cometido un error con dos personas de bien, miembros muy apreciados de la comunidad, que celebraba su regreso al seno de sus hogares.
Se trataba de un sueño. Tenía que ser un sueño. Yo no quería despertar. O tal vez ya estábamos muertos y así se ven las cosas en el más allá. Me acordé que había pedido un milagro, pero no podía ser eso, porque los milagros no ocurren tan rápido.
Abracé a mi suegra y le pedí que me dijera qué había sucedido. Me contó que Kika resolvió venir a visitarnos y traer la leche SMA personalmente. Ella no estaba enterada de lo que había ocurrido con el asunto del tesoro después de que su amigo nos suministrara los gatos hidráulicos. Quería estar unos días con nosotros y descansar. No alcanzó a abrir la maleta después de su llegada cuando mi suegra la puso al tanto de lo que estaba pasando y antes de que la fueran a detener o impedirle la salida del pueblo, ella regresó a Bogotá, en el mismo bus en que había llegado.
Kika era muy amiga del General Padilla, el Comandante de la Policía, así que llegó derecho a l despacho del General y le pidió ayuda.
Supimos después por la telegrafista del pueblo, que llegó un telegrama al alcalde donde únicamente decía: “Ponga Ud. en libertad inmediata y en forma incondicional a los señores Bustillo y Roncancio”. Firmado, General, N. Padilla Comandante General de la Policía Nacional.
Nadie podía quitar al alcalde de la cabeza la idea de que éramos funcionarios de Inteligencia que teníamos una misión ultra secreta del Gobierno. Estábamos dispuestos a morir por cubrir nuestra identidad, si fuese necesario. Nos visitaron posteriormente en el Hotel y nos ofrecieron sus disculpas. El alcalde y el sargento tenían ahora una actitud amigable y nos miraban con cierta admiración. “Uds. están muy bien entrenados” me comentó. Yo no negué pero tampoco asentí. Lo miré con cierta sonrisita que podía significar cualquier cosa. De ahí en adelante fuimos miembros distinguidos de la comunidad.
El cura decía:
- “A mi si se me hacía raro que un comunista estuviera pidiendo agua bendita cada ocho días.”
Nosotros, Roncancio y yo, habíamos solucionado aparentemente nuestros problemas pero no sucedía lo mismo con Sagrario. La viejita no podía volver a su rancho porque había quedado “deshonrada” ante su comunidad. Habían encontrado dos hombres en su alcoba. Ella había sido durante toda su vida una mujer pobre pero correcta.
Lloraba y se lamentaba que por ayudarnos su vida se había echado a perder. La única solución fue invitarla a vivir a mi casa, mientras se aclaraban las cosas.
Tampoco íbamos a perder el tesoro, todo el esfuerzo, los gatos, etc. No. Dejaríamos pasar un tiempo para que todo se olvidara y retomaríamos el proyecto.
Pero la gente de la región no creyó el cuento de que éramos pescadores. Ellos se habían percatado de nuestros movimientos nocturnos y aunque no tenían seguridad de cual era realmente el lugar donde excavábamos sospechaban que íbamos detrás del tesoro.
Nos denunciaron a la policía para buscar ellos el sitio. Entre toda esa gente había una especie de obsesión con los tesoros enterrados porque se contaban leyendas de personas que se habían vuelto ricas después de encontrar alguna de esas “guacas”. Probablemente buscaron infructuosamente porque resolvieron pasar el buldócer de los ferrocarriles por una amplia zona, tratando de profundizar lo más posible. Movieron mucha tierra, tumbaron los árboles y la vegetación pero tuvieron que nivelar nuevamente el terreno a la altura de los rieles del tren.
Para no despertar sospechas, organizamos una cabalgata a ese lugar y cuál no sería nuestra decepción cuando lo encontramos completamente plano. No había forma de ocultarse de la vista de los vecinos, de día ni de noche.
Estábamos seguros de que no habían encontrado el tesoro porque se hubiera sabido. El trabajo de explanación se había realizado a plena luz del día y era imposible para el operario del buldócer excavar hasta cuatro metros de profundidad sin que a los ingenieros del ferrocarril les pareciera absurdo.
Para volver a ubicar el tesoro se necesitaba nuevamente el detector de metales pero no era posible intentar la búsqueda sin ser vistos. No contábamos ya con nuestro cuartel general, la choza de la viejecita porque ella no quería volver allí.
Así que forzosamente debíamos esperar, por lo menos un año antes de realizar un nuevo intento.
Tomamos en Bogotá una casa entre Chapinero y el Campin, en compañía con Kika. La casa era de propiedad del Dr. Pulecio, abuelo de la candidata secuestrada Ingrid Betancourt. (La madre de ella que entonces era una niña, fue después reina de belleza). Entonces era un lugar exclusivo y elegante o por lo menos así nos parecía. Ya existía un almacén de víveres de Carulla a unas tres cuadras de esa casa. Cuento esto, porque allí llegamos a vivir con nuestra limosnera Sagrario que no podíamos abandonar en las malas. Así que nos hicimos cargo de la viejita que procuraba compensarnos pidiendo caridad en los alrededores y llevándonos el fruto de su esfuerzo en la tarde.
Y nadie puede imaginar el éxito que tuvo Sagrario allí. Salía a pedir con canasto y volvía con abundante mercado. Nos sobraba comida. Nos sentíamos apenados porque los vecinos vieran salir de nuestra casa a la viejecita y probablemente creerían que era la abuelita de algún miembro de la familia y que la obligábamos a pedir limosna. Ella iba a Carulla y no pedía dinero sino víveres a los clientes de ese almacén. A la gente le gustaba eso y le regalaban azúcar, arroz, espaguetis, etc. Para nosotros era una situación embarazosa. Le decíamos que no era necesario, que allí no le faltaría nada, pero ella no hacía caso. Llevaba una vida entera pidiendo y no sabía hacer otra cosa. Era su trabajo, no podíamos obligarla a estar encerrada en la casa y una vez que salía, tenía que pedir.
Al cabo de unos seis meses resolvimos que ya era tiempo de reintegrar la viejita a su lugar de origen porque todos nuestros amigos nos hacían bromas alusivas a la forma como habíamos solucionado el problema de la carestía, etc.
Organizamos el retorno a Utica con Sagrario, la llevamos a su choza, que estaba igualita y aprovechamos para inspeccionar el lugar, cuando ¡Oh, sorpresa! El sitio donde estaba el tesoro se había desplomado sobre las aguas del río.
La deforestación de la zona producida por el buldócer no resistió el invierno. Se cayó el barranco hasta el sitio exacto donde estaba el tesoro. Podía verse el lugar donde estuvo la piedra que lo cubría y debajo de ella un nicho del tamaño de un baúl, probablemente el cofre con el tesoro. “El alma del Virrey le entregó el tesoro al río dijo Ronca. “No valió rezar por él. Españoles ingratos. Ahí los conoce uno”.
Nota.- Todos los nombres y detalles de esta historia son verídicos.,
Manzur
Manzur Bustillo 2005 |
¡Fabuloso! Parece como estar escuchando de viva voz a Mansur esa historia tan genial que, como todo en la vida de Mansur, hace que las dificultades de la vida se vean insignificantes. Agradezco a Dios por haberme permitido tener la amistad de un hombre tan extraordinario.
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